Nunca fui la popular de la escuela, ni siquiera cerca. De hecho, conmigo se metían bastante. Me llamaban cosas feas, se reían de mi pelo, de mi ropa y hasta de mi forma de caminar. En ese entonces, yo sentía que cada paso que daba era una oportunidad para que alguien se burlara. Así que imagínate lo que fue para mí la idea de un acto de graduación. No me hacía ilusión, me daba miedo. Terror, más bien.
El simple hecho de pensar que tenía que salir ahí, delante de todos, con un vestido, maquillada, sonriendo y aparentando que era la chica feliz de la película, me revolvía el estómago. Y no porque no quisiera celebrar el fin de una etapa, sino porque ese día, en mi cabeza, era otro escenario más donde podía quedar en ridículo. Donde podían usar cualquier detalle mío como chiste para toda la vida. Y claro, como si no fuera suficiente cargar con esa ansiedad, encima tenía que escoger un vestido.
Parece una tontería, ¿no? Un vestido. Pero cuando te miras al espejo y no te ves como las revistas, cuando sientes que ninguna prenda te queda como debería y que nunca estarás a la altura de lo que la sociedad espera en esos momentos “importantes”…
… esa elección se convierte en una pesadilla.
La presión de encajar
No lo digo solo por mí. Creo que cualquiera que haya vivido una boda, una graduación o una fiesta grande sabe de lo que hablo. Parece que todo gira en torno a cómo vas a ir vestido. Y, peor todavía, a cómo te van a juzgar los demás. Porque sí, es muy bonito decir “cada uno va como quiere”, pero la realidad es que no siempre se siente así.
Yo recuerdo perfectamente que, semanas antes de mi graduación, mis compañeras hablaban del vestido como si se tratara de la decisión más importante de sus vidas. Y a mí me generaba una mezcla rara de sentimientos: por un lado, pensaba “ojalá lo viviera con esa emoción”, y por otro, me sentía atrapada, porque la presión me hacía querer desaparecer.
Lo curioso es que ni siquiera era por el vestido en sí. Era por el hecho de que, en ese contexto, tu valor parecía medirse por lo bien que encajaras en el molde. Si eras la chica alta, delgada, con curvas en el lugar “correcto” y un vestido ajustado, eras la estrella. Si no, pasabas al grupo de las que “se esforzaron, pero no llegaron”. Así de cruel.
Elegir vestido es un acto de supervivencia
Para mí, escoger el vestido no era un juego ni una ilusión: era un acto de supervivencia emocional. Cada vez que iba a una tienda y me probaba algo, sentía que estaba en un examen. No delante de los demás, sino delante de mí misma. Me miraba y decía: “¿Esto es suficiente? ¿Me van a destrozar si aparezco con esto? ¿Voy a aguantar que me miren de arriba abajo?”.
Me acuerdo de estar en el probador con lágrimas en los ojos porque nada me quedaba como yo quería. O mejor dicho, como yo creía que tenía que quedarme. Y muchas veces pensé en no ir a la graduación. Lo confieso, pensaba: “¿Para qué? Si al final voy a pasarla mal”. Pero algo dentro de mí me decía que no podía dejar que me quitaran más de lo que ya me habían quitado.
Esa fue mi pelea interna: no rendirme ante la presión. No dejar que el miedo me ganara.
El problema no es el vestido, es lo que hay detrás
Con los años entendí que el problema nunca fue el vestido. El problema era la carga que le ponemos. Porque un vestido no tiene nada de malo. Lo malo es que te vendan la idea de que solo hay un tipo de cuerpo válido para usarlo, que te hagan creer que ese día no se trata de celebrar lo que lograste, sino de desfilar como si estuvieras en un concurso.
Y esa presión viene de todos lados:
- De la publicidad, que siempre muestra el mismo tipo de belleza.
- De las redes sociales, que convierten cualquier evento en una pasarela digital.
- De los comentarios de la gente, que muchas veces no miden lo que dicen.
En mi caso, esa mezcla de factores hizo que la graduación fuera un campo de batalla en mi cabeza. Y lo más triste es que no fui la única. Había más chicas que se sentían igual, pero lo escondían mejor.
Si pudiera hablar con mi yo de aquella época, le diría varias cosas
Primero, que nadie se acuerda tanto como uno cree. La mayoría está demasiado ocupada pensando en su propio aspecto como para fijarse en cada detalle tuyo. Y si alguien lo hace, en realidad habla más de sus inseguridades que de las tuyas.
Segundo, que el vestido es solo una parte. No define tu valor, ni tu esfuerzo, ni tu derecho a estar en esa celebración. Tú vales por todo lo que lograste para llegar hasta ahí, no por lo que lleves puesto unas horas.
Y tercero, que al final lo que queda son los recuerdos, no las comparaciones. Lo que realmente importa son las risas con tus amigos, las fotos con tu familia, los abrazos y las emociones de ese día. Nadie se acuerda del color exacto de tu vestido, pero sí se acuerda de cómo te sentiste y de lo que compartiste.
Entender eso me costó tiempo, lágrimas y mucha frustración, pero fue liberador. Fue como quitarme una mochila que llevaba cargando desde niña.
Consejos para sobrevivir a la presión estética en estos eventos
Como sé que no soy la única que lo pasó mal, quiero dejar algunos consejos que me hubiera gustado escuchar en su momento.
- No dejes que otros decidan por ti. Puedes pedir opinión, claro, pero al final la decisión tiene que ser tuya. Elige lo que te haga sentir cómoda, no lo que los demás esperan.
- Evita las comparaciones. Suena difícil, pero de verdad: no te compares. Cada cuerpo es distinto, y no hay una sola forma correcta de verse bien.
- Recuerda el motivo de la celebración. Si es tu graduación, lo importante es que terminaste esa etapa. Si es una boda, que estás acompañando a alguien que quieres. El vestido es solo un accesorio, no el centro del universo.
- Haz pruebas antes. No dejes la elección para el último día. Probar con tiempo te da margen para respirar y no tomar decisiones por presión.
- Cuida cómo te hablas a ti misma. Es increíble cómo el lenguaje interno cambia todo. Si en lugar de decirte “me veo fatal”, dices “esto no es lo que busco, voy a probar otra cosa”, la diferencia emocional es enorme.
No lo hice sola, me asesoré con personas que sabían del tema
En medio de mis dudas, recuerdo que escuché un consejo que me marcó mucho.
Fue algo que me dijo una persona de una tienda de vestidos llamada La Pepa Alicante: “Lo importante no es que el vestido se adapte a ti, sino que tú encuentres uno que respete quién eres”. Y me quedé pensando en eso.
Porque es verdad. No se trata de forzarte a entrar en un molde, sino de encontrar opciones que se adapten a tu realidad.
Más allá del espejo
Cuando miro atrás, pienso que ese día de mi graduación fue un punto de quiebre. No porque todo saliera perfecto (de hecho, mi vestido era bastante sencillo y nada espectacular), sino porque decidí ir. Y al final, ese fue el verdadero logro.
Fui a pesar del miedo. Fui a pesar de las burlas pasadas. Y aunque seguramente algunos habrán comentado algo, no me importó tanto como yo creía.
Lo que me importó fue que no me rendí… y eso es lo que quiero transmitir.
Crítica necesaria, que todos deberían tener en cuenta
Las personas que sufrimos bullying lo pasamos mal. Muy mal. No es un juego para nosotros, es un dolor que se queda dentro, que marca la forma en que nos vemos y la seguridad que tenemos en nosotros mismos.
Cuando además se acerca un evento importante, como una graduación o una fiesta, esa herida se hace todavía más grande. Porque la presión de “verse perfecto” se suma a los recuerdos de todas las veces que nos señalaron, que se rieron o que nos hicieron sentir menos.
No es justo. No debería ser así.
Es hora de empezar a pensar en esas personas, en lo que sienten, en lo que cargan. Detrás de cada broma cruel hay alguien que llega a su casa a llorar. Detrás de cada burla sobre un vestido o un peinado hay alguien que, quizás, deja de querer mostrarse al mundo.
El bullying no son cosas de niños. No es algo que “te hace fuerte”. Es violencia, y deja cicatrices que se notan en momentos como estos, donde en lugar de disfrutar, lo único que sientes es miedo. Tenemos que tomar consciencia del daño que hacemos con una palabra, con una risa, con un comentario.
Porque nunca sabemos lo que la otra persona está viviendo por dentro.Principio del formulario
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Hoy, a mis 34 años, veo todo esto con otros ojos
No digo que ya no me afecte la presión social, porque mentiría. Todos seguimos sintiendo esa mirada externa en mayor o menor medida. Pero sí puedo decir que ahora tengo más claro que mi valor no depende de una talla, de una tela o de la opinión de un grupo de desconocidos.
Y si alguien que esté leyendo esto está a punto de vivir su graduación o un evento importante, quiero decirle lo mismo: no te escondas. No dejes que el miedo decida por ti. Elige lo que te haga sentir cómoda y ve a disfrutar.
Porque al final, lo único que queda de esos días son los recuerdos. Y créeme, lo mejor que puedes hacer es asegurarte de que los tuyos valgan la pena.